El tablero (Cuentos del abuelo I)
La noche caía rápidamente, era oscura, muy oscura. Era de esas noches en las que, las nubes tapan por completo, todo atisbo de claridad procedente de la luna y las estrellas. Afuera solo se mostraba levemente el reflejo procedente de la luz interior de la cabaña. Una residencia situada en las afueras de cualquier urbe interior. En cualquier lugar de montaña o en cualquier área abrupta. De cualquier zona, de cualquier lugar montañoso, en algún espacio, de cualquier sitio.
El abuelo se acercó pensativo hasta la ventana, buscando en sus recuerdos. Una ventana rectangular no mucho más larga que ancha. Con los cristales cuadrados en cada una de sus dos puertas, no muy limpios. Se encontraba a sus espaldas el acogedor calor que desprendía, con sus leños al rojo, la chimenea. Al lado del cálido fuego, formando un ángulo recto, se encontraban dos amplios y viejos sofás. Sobre ellos se acomodaban cómo podían tres jóvenes, no poseería más de once años ninguno de ellos. Estaban aburridos, inquietos, como esperando algo que les sosegara, algo en que pensar a la hora de ir a la cama.
El anciano se volvió lentamente con pasos entrecortados, se dirigió a la chimenea y avivó el fuego. A los críos se le fueron los ojillos detrás de esas ascuas más vivas, que asaltaban de la chimenea. El abuelo, como para querer terminar de avivar el fuego, dio dos grandes caladas a su cachimba; de la cual surgió un rojo vivo de entre sus cenizas. Se sentó con parsimonia en uno de los extremos del sofá más deshabitado de los dos. Había llegado el momento esperado todas las noches. Dando la cara a los tres niños empezó a hablar.
—Érase una vez, existía un territorio por dominar —comenzó el viejo— Una comarca dividida en sesenta y cuatro parcelas. Se encontraban enfrentadas dos fuerzas completamente iguales. Allí solamente podía dominar uno de los dos bandos. En ese terreno sobraba uno de los dos. Las fuerzas se hallaban distribuidas por igual. Cada formación en uno de los extremos, una frente a la otra. Los dos reyes, cada uno en el centro de sus respectivos ejércitos. Al lado de cada uno de ellos, su dama, a la que daban completa libertad de movimiento. El rey y la dama tenían sus oficiales de confianza cada uno. Y su caballería particular, aunque por supuesto, al servicio de ambos. A sus lados, protegiendo sus flancos, se alzaban dos magníficas atalayas, majestuosas, dominantes, Eran capaces de salir en el momento oportuno, arrollándolo toda su paso. Y, por delante de todos ellos, prestos al sacrificio y las más arriesgadas escaramuzas, un gran destacamento de soldados. Impacientes, ambos, esperaban el inicio de la batalla —realizó una pausa, para captar la atención de los críos—. Sus banderas ondeaban al viento. Blancas unas, negra las otras. El blanco y el negro de sus respectivos ejércitos. Nadie se atrevía a empezar una batalla que supondría muchas bajas. De pronto el rey blanco, empezó sus movimientos, ordenó a su caballería que avanzara por el flanco derecho. El ejército negro reaccionó adelantando a uno de sus soldados, con la intención de abrir paso al oficial del lado contrario. Los movimientos se sucedían, por parte de uno y otro bando, intentando dominar el centro del terreno.
—¿Por qué querían dominar el centro? —interrumpió uno de los muchachitos.
—Buena pregunta —contestó, para a continuación intentar explicarlo— Casi siempre, los ejércitos que dominan el centro tienen un mayor control del terreno y sus soldados están más cercanos a otros escenarios.
Mientras, los otros dos niños, seguían las explicaciones con los ojos bien abiertos.
—Poco a poco —continúo—, algunos soldados van cayendo. Uno de los oficiales del bando blanco ha caído en una estratagema, en la que la caballería negra ha sido sacrificada.
El abuelo se detuvo un momento, en la narración, satisfecho de ver a sus nietos seguir sus palabras, con no disimulada curiosidad. Instante que aprovecho para dar una ligera calada a su pipa, a punto de apagarse.
—Ambos soberanos se van sintiendo amenazados —siguió con la historia—Deciden resguardarse en una de las esquinas del tablero. Cada uno de ellos escoge aquella en la que le quedan más soldados. Es el momento en que las poderosas reinas deciden tomar parte en la batalla, esperando que esta pueda resultar decisiva. La Reina Blanca, apoyada por la fuerza de sus torres, abre un flanco enorme en las proximidades del rey negro. La Dama Negra no se queda atrás y protegida, con uno de sus oficiales
deja clavada a la reina contraria. La batalla continua con cada ejército intentando
proteger a su rey, con los medios que les quedan.
Uno de los chavales empezó a dar ligeras muestra de soñolencia. Y, el hombre decidió ir terminando la historia.
—La batalla siguió con pequeñas refriegas, en ataque y defensa. Con vanos intentos de aniquilar al rey contrario. Al final, viendo que todos los esfuerzos estaban siendo infructuosos, deciden pactar una tregua con el fin de armar y reconstruir sus ejércitos para una próxima batalla que esperan sea la decisiva.
Los pequeños, aunque ya hagan algo cansados por la hora, no habían perdido detalles de la historia que les contó el viejo.
—Hay que irse a la cama, mañana será otro día —atajó el anciano.
Los
niños se retiraron a dormir. Al día siguiente, esperarían, con
ansia, la hora de acostarse. Para ellos quizás fuera el mejor
momento de la jornada. Ese, en el que su abuelo, recuperaba historias
de su memoria, o las inventaba para relatárselas.
El Médano, 16 de octubre 2024
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