Julián se levantó, como casi todas las mañanas, con las primeras luces del alba. El frío de la montaña se colaba por la puerta entreabierta para ventilar, pero él, curtido por los años, apenas lo notaba. Se acercó a la chimenea, donde aún quedaban rescoldos de la noche anterior, y avivó el fuego con un par de hábiles soplos. Se enfundó en su vieja chaqueta de lana y salió al porche, donde el aire era aún más gélido, pero la vista del valle despertando era impagable. Inspiró profundamente, llenando sus pulmones con el aroma a pino y tierra húmeda, un perfume que lo anclaba a su esencia, a su individualidad. De vuelta en la cabaña, mientras el fuego crepitaba alegremente, preparó un desayuno frugal: pan duro, queso de cabra y un café aguado. Comió con parsimonia, disfrutando del silencio y la soledad del amanecer. Cuando el sol ya despuntaba por encima de las montañas, con pasos firmes, se dirigió a la habitación donde dormían sus nietos. Los observó un instante, con una sonrisa qu...
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